INDICACIONES SOBRE UTOPÍA



El origen del utopismo
Etimológicamente, el término "utopía" significa "no lugar" y aparece por primera en el Renacimiento, con el libro homónimo de Tomás Moro (Thomas More). Moro situaba su Utopía en una lejana isla del pacífico a la que el azar llevaba a unos navegantes ingleses. Para su sorpresa, descubren que los nativos de Utopía no conocían la codicia ni la corrupción características de la Europa del siglo XVI; en Utopía el oro era tan poco deseado que se empleaba como material para fabricar retretes. Una utopía, por tanto, es una comunidad imaginaria alternativa en la que una organización justa y racional ha eliminado todos nuestros males, un lugar donde reinan la armonía, la paz y felicidad.

Durante el Renacimiento se escribieron otras utopías famosas como La ciudad del sol de Campanella o la Nueva Atlántida de Francis Bacon. Todas ellas representaban más una crítica a la sociedad de su tiempo que auténticos proyectos de una sociedad alternativa. Sin embargo, y aunque el término no apareció hasta Moro, hubo utopías anteriores, la más famosa la que Platón diseñó en su República, y en este caso sí se trataba de un plan genuino que el filósofo griego trató de llevar a cabo a lo largo de su vida. Platón imaginó una Polis ideal en la que reinaría una justicia absoluta y permanente gracias a la perfecta distribución de los individuos en la función social que más le conviene a cada uno, además de un refinado sistema educativo y selección de los más dotados para los diferentes puestos.
Después del Renacimiento el género cayó en el olvido hasta que en el siglo XIX, tras las revoluciones políticasinglesa, americana y francesa y con el impulso de la revolución industrial, volvió a emerger. Las nuevas utopías inspirarían los modelos de sociedad del movimiento obrero (socialistas, anarquistas, comunistas) y del ecologismo y sus autores fueron llamados por Marx “socialistas utópicos”. Entre las utopías más famosas se encuentran las de Charles Fourier, Saint Simon, Robert Owen o William Morris. Se trataba de sociedades en las que no existía la propiedad privada o las diferencias económicas estaban muy limitadas y políticamente se organizaban de modo horizontal, como una asamblea democrática de iguales, en forma de pequeñas comunidades. Por ejemplo, los “Falansterios” de Fourier eran granjas autónomas que producían todo lo necesario gracias a la moderna tecnología y a una organización del trabajo racional y justa. En todas ellas, la clave de la construcción de una sociedad ideal estaba en cambiar la competitividad despiadada y la desigualdad económica que definía la sociedad de su tiempo por un mundo en el que la solidaridad y la igualdad fueran los pilares básicos.

Pero más allá de los libros y proyectos de los socialistas utópicos, el utopismo o pensamiento utópico caló hondo en la cultura popular del siglo XIX y la primera mitad del XX. Las imágenes de sociedades futuras donde la tecnología y la automatización eliminasen la carga del trabajo y rompiesen todas las barreras naturales y sociales eran habituales en la prensa y en la cultura de masas. Las exposiciones universales, en las que los industriales exhibían los últimos adelantos tecnológicos, fueron tal vez el mayor caldo de cultivo de esta sensibilidad. No solo los empresarios, sino los propios obreros acudían en masa a ver los prodigios del progreso, soñando en cómo cambiaría su vida cotidiana en el futuro. Se trataba de un tiempo en el que el optimismo al respecto del porvenir era muy generalizado, tanto para la élite económica, que pensaba el progreso en clave de extensión mundial del capitalismo, como para el movimiento obrero, que lo soñaba como construcción de un nuevo orden socialista, pero ambos contaban con construir este futuro sobre la revolución tecnológica siguió a la revolución científica. Eran los tiempos de la fascinación por las máquinas.


Utopía y revolución (la crítica socialista)

Fourier trató de poner en práctica su modelo utópico del “Falansterio” durante el siglo XIX, principalmente en EEUU, y aunque algunas de estas comunidades funcionaron unos años, finalmente no resistieron el paso del tiempo. Estos fracasos llevaron a Karl Marx, el principal ideólogo del socialismo, a ser muy crítico con el que denominó “socialismo utópico”.  

Para Marx, la construcción de una sociedad justa pasaba por la revolución social, esto es, la toma del poder político por parte de los obreros. La historia fue siempre para él una lucha de clases entre una minoría que acumula todo el poder (las armas, la tierra, las fábricas, el dinero) y la mayoría sometida; sólo cuando esa mayoría explotada tome conciencia y haga la revolución, esto es, tome el poder, nacerá una sociedad justa e igualitaria. Desde finales del siglo XVII, Europa y América habían asistido a distintas revoluciones que Marx llamará burguesas, porque son empujadas por esta clase social que se levantaba contra los nobles para hacerse con el control político. Aquellas revoluciones mostraron cómo, en un momento de crisis, las clases que hasta el momento habían sido dominantes acaban cediendo su lugar a las nuevas clases que protagonizan la vida económica del país. La burguesía financiaba con sus impuestos las guerras de las monarquías absolutistas, por lo que exigieron poder participar en las decisiones políticas pero solo lo lograron obligando a la nobleza, mediante la fuerza. En el siglo XIX, Marx descubre que hay una nueva clase, el proletariado, que es el auténtico motor de la economía: son los obreros quienes generan toda la riqueza que la burguesía acumula, por ello ha llegado el momento en el que los obreros tomen a su vez el poder para decidir cómo y en qué se gasta ese dinero.
La pregunta que se hacía Marx era si las utopías eran útiles para lograr que los obreros tomaran conciencia de su fuerza y se lanzaran a la conquista del poder político. La respuesta de Marx fue que no, al contrario, las utopías sólo servían para que la imaginación volase, se escapase de la cruda realidad y evitase la lucha necesaria para transformar la sociedad. En realidad, para Marx las utopías no se diferenciaban mucho a las religiones, eran “ideología”, el “opio” que enajena al pueblo, que lo mantiene “adormecido” mientras le siguen explotando. Lo que los obreros necesitan no son quimeras de sociedades perfectas, sino conquistar el poder para mejorar sus condiciones de vida. Sobre cómo será la sociedad futura nada podemos decir aun hoy, solo los hombres libres de mañana, que hayan crecido sin la superstición y los dogmas de nuestro tiempo, serán capaces de imaginarla.
Sin embargo, a pesar de estas críticas, tanto Marx como los partidos socialdemócratas y comunistas y los países socialistas, como la URSS, China o Cuba, no dejaron de ofrecer imágenes utópicas de un futuro perfecto. Marx escribió que en mundo que nazca tras la revolución, cuando ya no existan las clases sociales, la automatización reducirá cada vez más la jornada de trabajo hasta llegar al mínimo necesario, desaparecerá la oposición entre campo y ciudad, entre el trabajo intelectual y el trabajo físico, entre juego y trabajo. 


Igualmente, los propios gobiernos socialdemócratas occidentales en Alemania, España, el Reino Unido, EEUU, lo mismo que los países socialistas, aplicaron ideas utopistas para mejorar la vida cotidiana de las personas. Esto tuvo influencia especialmente en la arquitectura y el urbanismo. Tras la segunda guerra mundial, con la necesidad de reconstruir Europa y dar vivienda a grandes masas de población, se decidió echar abajo los antiguos barrios obreros insalubres y mal diseñados, y construir nuevos barrios siguiendo los principios racionalistas de Le Corbusier: la nueva arquitectura debía hacer brotar por sí misma un nuevo tipo de hombre, purificado de las retrógradas ideas del pasado.



De las utopías a las distopías (la crítica liberal)
Pero mucho más allá de la crítica marxista a la conveniencia del pensamiento utópico para la revolución, a medida que el siglo XX avanzó, nació un nuevo género literario, el de las “Distopías”, obras de ciencia ficción que describían sociedades perfectas, en las que la utopía había triunfado, pero que en realidad acababan siendo sociedades opresivas en las que no existía la libertad y el Estado y / o la tecnología controlaban cada aspecto de la vida acabando con la libertad. Algunas de las primeras distopías eran claras críticas al modelo social que el comunismo de Stalin había establecido en la URSS a partir de los años 1930. Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley y 1984 (1947) de George Orwell están entre las más famosas en este sentido. Orwell era socialista y había combatido con las brigadas internacionales a favor de la II República en España y fue aquí donde empezó su crítica al dominio de Stalin sobre los partidos comunistas. 

Con el tiempo, utopía se convirtió en sinónimo de comunismo, de economía planificada y política autoritaria. El filósofo Carl Popper en su libro La sociedad abierta y sus enemigos defendía a las democracias liberales capitalistas frente a las sociedades cerradas con las que el pensamiento totalitario, desde Platón a Marx, había soñado. Las sociedades occidentales de libre mercado podrían ser imperfectas, con clases sociales diferenciadas, unos con más recursos que otros, políticamente inestables, con los diversos partidos políticos compitiendo por el gobierno, pero esto era porque se partía de la idea de que nadie tiene la verdad absoluta sobre cuestiones como la justicia. Sin embargo, son sociedades abiertas al progreso y a la creación social, sociedades donde los individuos viven libres y dan lo mejor de sí mismos. Frente a esto, los modelos socialistas, partiendo de una “ciencia política” exacta, creyendo conocer la clave de la justicia universal y el modo de construir hombres plenamente felices, han puesto en pie economías planificadas incapaces de abastecer a la población, gobiernos de burócratas corruptos y sociedades que tratan a sus ciudadanos como prisioneros, con un sistema de control que coarta cualquier libertad.
Igualmente, en el terreno de la arquitectura y el urbanismo el sueño utopista se vino abajo. Aquellos barrios ideales de los que debía nacer el nuevo hombre se habían convertido en focos de marginación, delincuencia y drogadicción, auténticas distopías urbanas de las que sus habitantes querían huir.


Pero las distopías no se han limitado a ser una crítica liberal al socialismo. Tras la caída de la URSS, el género distópico ha seguido en auge y no se han dejado de escribir novelas, comics y, sobre todo, estrenar películas y videojuegos que muestran mundos distópicos, en los que el sueño del progreso tecnológico, económico y social se convierte en pesadilla de un futuro imposible de vivir. Las distopías hoy son una crítica contra nuestra propia sociedad y el futuro al que nos aproximamos. Mad MaxBlade RunnerMatrixV de VendettaGattacaLos juegos del hambreEl cuento de la niñera y un larguísimo etcétera, son una muestra de la pervivencia de este género pesimista que advierte de los monstruos que pueden producir los sueños de nuestra razón e imaginación tecnológicas.


La utopía hoy: ¿otro mundo es posible?
Se atribuye a Margaret Thatcher, la que fuera primera ministra británica entre 1979 y 1990, la frase de que “no existe alternativa al capitalismo”. Thatcher fue junto al presidente estadounidense Ronald Reagan la cara visible del neoliberalismo triunfante, un modelo de política que confiaba en que el mercado por sí mismo dictase el rumbo a seguir y los políticos se limitasen a interferir lo mínimo posible. El Estado garantiza unos mínimos para evitar el conflicto social (la seguridad, unas coberturas básicas en educación y sanidad) pero es el mercado el que regula quién tendrá el poder adquisitivo para acceder a cualquier privilegio (estudiar en la universidad, acceder a medicamentos y operaciones caras, poder disfrutar de todo tipo de ocio, viajar...). Para Thatcher, los experimentos del socialismo habían demostrado que los sueños utópicos de sociedades igualitarias sólo conducían a Estados autoritarios y a matar de hambre a la sociedad. En los países capitalistas hay desigualdad, hay millonarios y mendigos, hay personas sin trabajo y se debe luchar día a día para no acabar en lo más bajo de la escala social. Pero, con todo, es mucho más fácil ser feliz en un país capitalista, con todas sus imperfecciones, que en la utopía socialista. Este era el pensamiento triunfante durante los años ochenta y la caída del muro de Berlín dio aun más motivos para conformarse con este mundo global capitalista.
Las sucesivas crisis económicas de los años noventa y del comienzo del siglo XXI, la incapacidad de este mundo globalizado capitalista de hacerse cargo del cambio climático, el desastre ecológico y humanitario que vivimos o la creciente falta de expectativas sobre el futuro de la población juvenil han hecho, sin embargo, que nos planteamos si efectivamente no hay alternativa a este mundo, si no hay alternativa “al fin del mundo”. La crítica liberal al utopismo socialista hizo confiar en que el mercado por sí mismo serían capaces de construir un mundo mejor cuando cada vez parece más evidente que el mercado por sí solo nos dirige hacia el desastre. El mundo aparece ahora mismo como un gran barco sin capitán, en el que los marineros se convencieron de que las cosas marchan mejor si nadie pilota el barco. Las ideas de planificación económica y social, que tan malas parecían, resultan ahora para muchos indispensables para evitar una Apocalípsis ecológico y humanitario.
Sin embargo, en el propio marxismo y la izquierda, desde mediados de siglo XX aparecieron filósofos que recuperaron el poder de la utopía como herramienta para construir ilusión política. Walter Benjamin y Erns Bloch, ambos cercanos a la Escuela de Frankfurt, quisieron superar la crítica de Marx al pensamiento utópico y reconocer en todo proyecto político (incluso en los más brutales, como el nazismo) cierto elemento utópico, cierta promesa de igualdad y solidaridad entre los seres humanos, pues sin este horizonte no existe el deseo de cambiar la sociedad, pues es esta promesa la que moviliza a la gente a construir otro mundo mejor. Sin la utopía, los lazos de fraternidad que están en la base de cualquier comunidad se resquebrajan y la vida va perdiendo cualquier componente de alegría e ilusión. En la misma estela, Eric Fromm y Herbert Marcuse contestaron las posiciones liberales de Popper, ambos inspiradores de los movimientos contraculturales de los 50 y 60, como el movimiento hippie, que abrieron un hilo crítico que aun permanece vivo en la filosofía de de autores diversos como Toni Negri, Noam Chomsky, Naomi Klein, Slavoj Zizek, Ernesto Laclau y un largo etcétera, cuyas reflexiones confluyen en la “New Left Review”.
La idea de que “Otro mundo es posible”, que se concretó en el Foro de movimientos sociales de Porto Alegre de 2001, ha impulsado desde entonces el pensamiento utópico en un nuevo sentido. El ecologismo y el feminismo han marcado un movimiento que lucha por una globalización alternativa, por la construcción de un mundo sostenible a largo plazo, que piense más en el mundo que vamos a dejar que en el beneficio que podamos sacar nosotros mismos. ¿Tienen por tanto aun cabida las utopías? ¿Sirven para construir un mundo más justo? ¿Tiene sentido luchar por cambiar las cosas después de tantos fracasos? ¿No demostró la historia que la batalla por la justicia está perdida?




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